Quedé con mi amante en un boulevard parisino y, como era un empresario de prestigio, siempre aparecía con algún valioso detalle que hacía especiales nuestras citas. Esa vez le tocó el turno a una cajetilla de tabaco lujosamente decorada, junto a una botella de vino caro cuya marca prometía una experiencia etílica exquisita. Al llegar a mi sofisticado apartamento, situado casi al lado de la brillante y altanera Torre Eiffel, se encontraba recostado en el sofá un canis lupus de tamaño bastante intimidante. Le dije que lo había encontrado el día anterior en una de mis peculiares rutas por bosques perdidos y olvidados, que lo hallé herido sobre una roca cubierta de sangre y, aunque no tenía ni la más remota idea de cómo cuidar de un lobo tan salvaje como ese, bien es sabido que a los animales no se les niegan cuidados. Mi amante observó al animal con desagrado y éste respondió con la misma mirada, como si ambos hubieran reconocido en el otro un espíritu intrascendente que no merecía más atención de la necesaria.
La noche transcurrió entre conversaciones, copas de vino que se derramaban y besos sin pulcritud. Un rato después, aquel hombre y yo comenzamos con las prácticas tan poco convencionales que tanto nos gustaba realizar. Me arrodillé entre sus piernas con delicadeza, dejando que mi vestido negro de seda arropara el frío suelo, encontrándome dispuesta a servirle en todas las formas que se le antojaran a su deseo. Esa vez parecía tener un nuevo capricho: que mi boca le sirviera como cenicero. Sacó de su abrigo la ornamentada cajetilla de cigarros y se encendió el primero de ellos. El humo ascendió por las paredes y el techo mientras él lo degustaba y yo lo observaba con mi boca entreabierta. Sin una advertencia, dejó caer la primera brasa de ceniza sobre mi boca. Yo no hice ningún movimiento, sólo sentí la espesura de aquel polvo en la boca, y así procedió sucesivamente hasta que el cigarro se consumió y él lo apagó contra la superficie de mi lengua. El dolor, con su correspondiente escalofrío, me hizo estremecer, aunque la fascinación que hallé en sus ojos me obligó a seguir permaneciendo inmóvil ante él.
Una tras otra, las colillas se fueron amontonando en mi boca: el sabor de la ceniza se impregnaba con el sabor metálico de la sangre que se escapaba por mis heridas abiertas mientras mi cuerpo temblaba oscilando entre el placer perverso y la agonía dolorosa. Pero entonces llegó un momento en el que una inevitable arcada brotó de mi garganta, y las colillas que había contenido con devoción entre saliva carbonizada y rojiza se derramaron sobre el precioso y caro traje de mi amante. Éste me gritó asqueado, y el lobo, que hasta entonces había estado recostado siendo un espectador completamente indiferente, se irguió de un salto emitiendo un gruñido que resonó hasta en las paredes vecinas. Sus pupilas se habían ensanchado ferozmente y su cuerpo estaba tensado como el de una bestia que se pone al acecho. Intenté calmarlo balbuceando palabras entre el nerviosismo y la confusión, mientras que mi amante, con el semblante totalmente enfurecido, se levantó bruscamente dispuesto a irse, reprochándome que había arruinado la noche y que debería de haber dejado morir al monstruoso animal en el lugar donde pertenecía.
En ese mismo instante, como si hubiera comprendido todo, el lobo se abalanzó sobre él con una furia irrefrenable, tirándolo al suelo sin demasiado esfuerzo. La tenue luz de las velas, que minutos antes había servido para crear un sensual ambiente, ahora servía para hacer relucir sus colmillos como cuchillas recién afiladas. Comenzó a desgarrar el abdomen de aquel hombre en un festín grotesco de sangre y vísceras; después, los dientes de la bestia se clavaron como astillas en su cráneo. El lobo mordía y engullía la carne y la masa encefálica con una precisión casi quirúrgica (no era la primera vez que devoraba vida humana). Después de que la criatura hubo saciado su instinto primario se apartó del cadáver y, con la sangre aún chorreando por su hocico, se acercó a mí buscando refugio en mi regazo. Comencé a acariciar su lomo mientras la quietud envolvía nuevamente el entorno.
Me puse en pie justo cuando la última vela llegó al final de su vida y la oscuridad se apoderó del habitáculo. Me coloqué el abrigo de pelo que había dejado sobre el diván, no sin antes registrar en los bolsillos del muerto para guardarme todas sus pertenencias de valor. Acto seguido salí por la puerta, dejándola entreabierta para que mi fiel amigo me acompañara. Él caminaba a mi lado hacia las orillas del Sena, en cuya agua turbia y contaminada se reflejaban los faroles titilantes. De pronto comenzó a gruñir de una forma estruendosa al tímpano, lo que hizo que volteara mis ojos hacia él: sus uñas comenzaron a romperse bruscamente, pues de sus patas estaban emergiendo manos humanas. Sus extremidades empezaron a mutar con lentitud bajo la elegante noche. Mientras, escuché entre las calles a un grupo de personas totalmente exaltadas: "¡lo que hay en ese apartamento es un lobo, os lo aseguro. Su cráneo está completamente destrozado. Venid, venid!"
–Un hijo de puta menos, un éxito cosechado más. Aunque este tenía peor sabor que los anteriores. Podrías traer mejor carnaza la próxima vez –respondió el licántropo, rodeándome con sus brazos peludos.
–¿Un cigarro para compensar? –me reí sacando la cajetilla de tabaco, escuchando cómo él carcajeaba con furia mientras me besaba con arrebatada pasión.