Me espera en mi habitación con la luz apagada. Cuando me escucha caminar por el pasillo la enciende y se me queda mirando. Como ya no me apetece observar la rojez aterradora de sus ojos, no lo hago -de todas formas no me obliga-. Me desvisto despacio y observa mi piel repleta de cicatrices y moretones. A veces le cuento cómo me ha ido el día, aunque en general suelo revivir los mismos estados anímicos de siempre: el vacío, la angustia, la tristeza y la rabia. Me siento frente a él dándole la espalda y me empieza a deshacer las trenzas. Se me quedan trozos de su piel despellejada en el pelo y me lo sacudo. Supongo que es un poco lo habitual. Ya me he acostumbrado a la presencia de esta sombra, de este doppelgänger mío. A ojos de la sociedad este hecho es bastante escalofriante, raro e inusual. Me zarandean y me gritan horrorizados: "¿cómo se te ocurre adoptar a un monstruo? ¿tú estás loca?". Para ellos cualquier cosa que se salga de su cuadrícula mental o moral es criminalizado. Sin embargo si adoptara a un suave perrito sería una persona excelente y animalista; y si adoptara a un niño la gente no tendría palabras suficientes para ensalzarme. Pero no es ni un perro ni un niño, sino un monstruo que aunque no difiere mucho de los seres humanos, paradójicamente a veces hasta les tiene miedo y se cobija en mi regazo.
Mi monstruo y yo tenemos una relación peculiar: él no vive sin mí, pues de mí es de quien se alimenta. Pero yo querría vivir sin él, sin mi malogrado Frankenstein, sin esta pequeña aberración natural. Sin embargo mi estimado adefesio me acompaña a todos los lugares, aleja de mí a personas maravillosas, me hace sentir triste y me priva de hacer cosas divertidas. Es una relación como la de cualquier mundano con su monstruo cuellicorto (más conocido como hijo), la única diferencia es que las personas alaban a los hijos ajenos, aunque sea con mentiras. Cuando rara vez llegan invitados a mi casa les presento a mi monstruo y tardan exactamente 0,2 segundos cronométricos en salir corriendo. A veces me gustaría que comprendieran por qué vive aquí conmigo y por qué llora lágrimas verdes cada vez que percibe un gesto de desprecio por parte de cualquier persona.
Me juraba a mí misma cada día que eso tenía que acabar, que no podía seguir así. Ya me había acostumbrado tanto a él que ni siquiera le tenía miedo. Así que de una forma frívola que caracteriza más a los humanos que a los monstruos, intenté deshacerme de él muchas veces: lo abandonaba en la carretera, en la calle, lo sumergía en el río, lo encadenaba en el sótano... pero siempre encontraba la manera de volver hasta mí. Estamos ligados por una cadena de hierro ardiente. Tras muchos intentos fallidos por romperla, por remediar lo irremediable y, asumiendo con pesar mi destino, he puesto un cartel en la puerta de mi domicilio: "tengo un monstruo. Posiblemente él tenga más miedo de usted que usted de él. Acéptelo o no haga sonar el maldito timbre".
Seguro que, al menos, no tienes que vacunarlo y llevarlo al colegio.
ResponderEliminarJajaja menos mal que me ahorro eso...
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