El primer día fueron cien. El segundo, doscientos. El tercero, trescientos... y cada nuevo día aumentaba la cifra de muertos (de cualquier edad, etnia y género) que aparecían flotando desnudos en el mar. Al cabo de una semana ya era costumbre que las costas amanecieran saturadas de cadáveres. Los ciudadanos comenzaron a desarrollar conspiraciones de todo tipo: algunos comentaban que aquello era debido a una maldición ancestral o un castigo divino, otros aludían a un culto masónico que realizaba sacrificios nocturnos y, los más fantasiosos, decían que los muertos eran hologramas o robots programados para sembrar caos y terror a la población. Los altos cargos del gobierno, incapaces de hallar una solución o respuesta inmediata que tranquilizara un poco a las masas, lo acabaron calificando como una "psicosis colectiva". Las autoridades prohibieron la entrada a todas las zonas costeras y se impuso un toque de queda desde las ocho de la tarde hasta bien entrada la mañana. La única labor que se desempeñaba en los barcos pesqueros ya no era la de capturar sustento, sino la de recolectar y sacar montones de cuerpos, los cuales quedaban apilados en la arena como si fueran basura extraída del océano. Los familiares cercanos eran los únicos que tenían permitido el acceso a las playas para poder llorar y velar la respectiva pérdida de sus muertos, aunque por todas las esquinas siempre se escuchaban quejidos histéricos: "¡no sé qué se le ha podido pasar por la cabeza!", "¡si ayer estaba bien, incluso se rió toda la tarde!", "¡seguro que esto es brujería satánica!", "¡tendría que haberse arrojado el vago de mi marido en lugar de mi querido hijo!", "¡se están arruinando los negocios!", "¡pues yo debo seguir yendo a trabajar!"
Una noche decidí no respetar el toque de queda y me adentré sigilosamente en la playa, ocultándome en un escondrijo que había entre las rocas con olor a salitre, desde el cual se podía divisar el imponente acantilado que se hallaba frente a mí. A pesar de que la única iluminación del lugar provenía de los pálidos rayos lunares y de la intermitente luz de un gran faro, sentía la imperiosa necesidad de observar con mis propios ojos qué era lo que sucedía durante la madrugada.
Aproximadamente a las tres de la mañana vi cómo cientos de personas llegaban ya desnudas, caminando a paso lento y formando largas filas en lo alto del precipicio. Y así, una por una, se lanzaban dócilmente al mar con los brazos abiertos. No hablaban, no vacilaban ni se tambaleaban, nadie las empujaba, no había vestigios de un ritual sectario ni signos de una hipnosis mental, no existía una criatura sobrenatural que las cautivara, como tampoco se distinguía un ápice de pánico o tristeza en sus rostros: eran semblantes inexpresivos que simplemente se arrojaban a morir en silencio, como si entregarse a la muerte fuera lo único que les quedara. Mientras el mar se llenaba, las vidas se iban vaciando poco a poco, hasta que la última persona que quedaba allí en pie se hundió con el primer rayo de sol de la mañana. En ese instante me di cuenta de que algo se había quebrado por completo en la especie. Sentí que se estaba despedazando brutalmente el teatro de la humanidad; que ese decorado cimentado sobre la putrefacción, ese que sostenía la falsa ilusión de ser y de tener un sentido de pertenencia en el universo, al fin estaba siendo demolido. El ser humano había interiorizado que el océano era el único lugar en el mundo en el que poder reposar, puesto que aquel remanso de paz no demandaba explicaciones ni tareas inútiles, no requería esfuerzos sobrehumanos y no se ceñía a vanos estándares superficiales e irreales. Comprendieron que aquellas aguas salvajes y jamás domesticadas eran las que debían fundirse en total libertad con el cuerpo, con la piel y con los huesos, para así dar paso a la muerte. Encontraron la belleza de los marineros ahogados, de los náufragos sin tierra prometida y de las sirenas de ondulados cabellos y ojos color cielo. Sentían una extática sublimación al doblegarse a aquella pulsión de lucidez, como quien regresa nuevamente al vientre materno para envolverse bajo el manto de todo lo que ya era antes del ser. Lo que hacían no era fruto de una enajenación mental, sino del completo entendimiento de que ya no había nada más que entender.
No obstante, muchos sí que acabaron perdiendo verdaderamente el juicio: estaban tan aterrorizados que se encerraban en sus casas tapiando las puertas y ventanas, rezaban compulsivamente y se ataban a la cama con cadenas pesadas, como si eso les garantizara una resistencia sobre sí mismos. Otros huían, se mudaban a lugares sin costas cercanas creyendo que así estarían a salvo... pero todo eso era indiferente, pues tarde o temprano se acababa despertando en ellos aquel deseo tan indomable que era capaz de derribar uno de los sentimientos más humanos: el miedo a morir.
Los psiquiatras, científicos, sociólogos y demás ralea no tardaron en promover sus teorías. Al principio insistieron en la explicación clásica: que era una de las mayores psicosis colectivas de la historia. Luego sugirieron hipótesis más sofisticadas, como la posible existencia de una toxina desconocida que emanaba de las aguas marinas y atacaba al cerebro consciente, causando que éste sufriera anomalías y obedeciera a incontrolables impulsos dañinos. Y aunque todo aquello siempre acababa en especulaciones, resultaba más consolador intentar
buscar explicaciones aparentemente razonables que aceptar una realidad
incomestible para algunos: que el hombre quiera extinguirse por sus propios medios sin que intervengan
alteraciones psicológicas o factores medioambientales.
Los filósofos también cumplieron su papel y publicaron cientos de tratados que se multiplicaban a diario: "¿y si esto no es una enfermedad, sino el destino biológico del hombre?", "la voluntad de morir forma parte del instinto más puro y racional", " quizá lo verdaderamente antinatural es luchar contra ello". Pero, como esto no era algo que el mundo quisiera escuchar en un momento tan precario, todos acabaron siendo silenciados o encarcelados.
Yo, mientras tanto, me mantuve como una espectadora despreocupada de toda aquella rendición horrorosamente bella. Llenaba cuadernos con mis observaciones diarias, registraba la cifra de muertos (que era ya exorbitante) y describía todo el caos ajeno que pude vislumbrar a mi alrededor. Hasta que un día, un glorioso día, mis ojos se acabaron cansando y mi cuerpo se sentía como un animal hambriento que ansiaba devorar la negrura de la nada, de la soledad y del silencio. El mundo me era –más– ajeno, mi vestimenta me causaba picazón, el agua me abrasaba la garganta y la comida ya no calmaba mi estómago. Aquel día, por fin, mi ser respondió a la atávica necesidad de satisfacer un instinto primario, de taponar mis arterias con sal.
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