03/07/2025

El Sol que murió por la Tierra.

Al principio, la despoblada Tierra era apenas un páramo mineral, una vasta extensión de rocas segmentadas y agua primigenia. Toda esa corriente de vida fluía a causa de la voluntad del único motor: el Sol, astro de oro resplandeciente cuya existencia era doblemente maldita tanto por ser creador de vida como destructor de la misma. Él, desde aquellas predominantes alturas, siempre había posado su mirada incansable e inamovible sobre un planeta que le causaba más fascinación que ningún otro: la Tierra, esfera voluminosa que giraba en torno a él con una lenta suavidad sensual. Atraído por dichos movimientos, comenzó a irradiar su superficie con la fuerza y el fulgor de un amante obseso. Deseaba venerarla haciéndola crecer con todos los medios naturales que disponía. De tanto recibir calor y vida, de ella germinaron colores hipnóticamente vivaces y deslumbrantes. Las montañas de rocas ascendieron imperiosas hacia los cielos, las plantas se alzaban bajo sus rayos luminosos, la leve brisa hacía danzar la hierba, el agua de los ríos y los océanos se volvió tibia y límpida. Ante aquella sagrada transformación, el Sol se estremeció titilando de gozo, derramando espesos ríos de lava sobre ella. De ese éxtasis orgásmico surgieron los volcanes: órganos erectos de magma ardiente que se desbordaba con violencia sobre su propia superficie, sucumbiendo así al deseo de ser liberado en la tierra virginal. A causa de ello, nacieron los primeros descendientes animales que poblaron la ecúmene. 

Transcurrieron milenios y el Sol no cesaba de demostrarle con cada acto el trascendental amor que albergaba. Pero ella, ya intimidada y abrasada hasta los cimientos por esa incesante intensidad fervorosa, pronunció en un quejido la única palabra (y una de las más tristes) que la existencia había escuchado jamás: "¡vete!". Fue tal el esfuerzo que hizo al gritar, que la fuerte vibración de sonido produjo el primer seísmo, causando grandes desprendimientos en las altas montañas. En ese instante él, incapaz de comprender aquel inaudito rechazo, sintió por vez primera el peso de una honda vergüenza, su vergüenza. Herido hasta el núcleo, el Sol se exilió bajo un taciturno y sombrío letargo. Así fue como emergió la profunda oscuridad nocturna.

La Tierra, percatándose del súbito vacío térmico que dejó la ausencia solar y comprendiendo que sin él se moriría de frío, comenzó a llorar amargas lágrimas de arena. De esa erosión de partículas se formaron los desiertos: extensiones inmensamente estériles para los seres que vagan sin pertenencia. La Luna, plateada y serena, descendió rozando su superficie y, con un tenue vibrato, susurró: «tú, que has sido bendecida por el Sol y lo has maldecido por su exceso, ahora mereces observar la penumbra y ser devorada por las sombras que has convocado».

La Tierra permaneció en silencio, anhelando con extrema vanidad la efímera belleza que una vez poseyó, sintiendo ahora cómo toda su materia se iba deshaciendo en minúsculos granos de polvo que cubrían la atmósfera y ahogaban al oxígeno.

Mientras tanto el Sol, en su retiro, rumiaba desconsolado flotando con la amarga sensación del abandono, como un Dios desterrado al que le han arrebatado la razón de ser. Como ya no existía para nadie, no encontraba propósito alguno para arder, ni un bello destinatario a quien enviar su luz. Aquella fue su primera herida, y al herirse se mortificó: microscópicas grietas comenzaron a abrirse en su interior, engullendo poco a poco la potencia de su incandescencia. En ese momento deseó aparecer nuevamente, exponerse así de débil ante ella como muestra de la redención más pura que jamás había existido, pero su dolor, lejos de permitirle avanzar, lo hizo consumirse en su propia pena. Este astro, corroído ahora por el martirio del desprecio, renunció a su propia fortaleza y colapsó sobre sí mismo como último acto de aquella pasión enfermiza. No fue un estallido heroico ni grandilocuente, sino un suicidio cósmico, una desolación. Cada uno de sus filamentos (antes exuberantes, danzantes, vivos) se volvieron punzantes pedacitos esparcidos en la inmensidad del Espacio. 

Ocho minutos después, la Tierra comenzó a avanzar hacia una desintegración irremediable: los animales y las plantas se fueron pudriendo, los volcanes y océanos se congelaron con gruesas capas de hielo y los árboles crujían en espantosas caídas...

La Tierra, que hasta entonces había sido el epicentro y la fijación de aquel delirio astral, se acabó convirtiendo en una masa compacta de materia muerta; la Luna, cumpliendo su promesa de fidelidad, se enterró con ella. La única vida natural que existió una vez, murió una vez, sin que nadie más que el Universo fuera testigo indiferente de aquel grotesco espectáculo. Aquella zancadilla astronómica fue celebrada millones de años después, cuando los seres monoculares de exorbitantes tentáculos documentaron todos y cada uno de los detalles de esta historia.

02/06/2025

Cadáveres flotantes.

El primer día fueron cien. El segundo, doscientos. El tercero, trescientos... y cada nuevo día aumentaba la cifra de muertos (de cualquier edad, etnia y género) que aparecían flotando desnudos en el mar. Al cabo de una semana ya era costumbre que las costas amanecieran saturadas de cadáveres. Los ciudadanos comenzaron a desarrollar conspiraciones de todo tipo: algunos comentaban que aquello era debido a una maldición ancestral o un castigo divino, otros aludían a un culto masónico que realizaba sacrificios nocturnos y, los más fantasiosos, decían que los muertos eran hologramas o robots programados para sembrar caos y terror a la población. Los altos cargos del gobierno, incapaces de hallar una solución o respuesta inmediata que tranquilizara un poco a las masas, lo acabaron calificando como una "psicosis colectiva". Las autoridades prohibieron la entrada a todas las zonas costeras y se impuso un toque de queda desde las ocho de la tarde hasta bien entrada la mañana. La única labor que se desempeñaba en los barcos pesqueros ya no era la de capturar sustento, sino la de recolectar y sacar montones de cuerpos, los cuales quedaban apilados en la arena como si fueran basura extraída del océano. Los familiares cercanos eran los únicos que tenían permitido el acceso a las playas para poder llorar y velar la respectiva pérdida de sus muertos, aunque por todas las esquinas siempre se escuchaban quejidos histéricos: "¡no sé qué se le ha podido pasar por la cabeza!", "¡si ayer estaba bien, incluso se rió toda la tarde!", "¡seguro que esto es brujería satánica!", "¡tendría que haberse arrojado el vago de mi marido en lugar de mi querido hijo!", "¡se están arruinando los negocios!", "¡pues yo debo seguir yendo a trabajar!"

Una noche decidí no respetar el toque de queda y me adentré sigilosamente en la playa, ocultándome en un escondrijo que había entre las rocas con olor a salitre, desde el cual se podía divisar el imponente acantilado que se hallaba frente a mí. A pesar de que la única iluminación del lugar provenía de los pálidos rayos lunares y de la intermitente luz de un gran faro, sentía la imperiosa necesidad de observar con mis propios ojos qué era lo que sucedía durante la madrugada.
Aproximadamente a las tres de la mañana vi cómo cientos de personas llegaban ya desnudas, caminando a paso lento y formando largas filas en lo alto del precipicio. Y así, una por una, se lanzaban dócilmente al mar con los brazos abiertos. No hablaban, no vacilaban ni se tambaleaban, nadie las empujaba, no había vestigios de un ritual sectario ni signos de una hipnosis mental, no existía una criatura sobrenatural que las cautivara, como tampoco se distinguía un ápice de pánico o tristeza en sus rostros: eran semblantes inexpresivos que simplemente se arrojaban a morir en silencio, como si entregarse a la muerte fuera lo único que les quedara. Mientras el mar se llenaba, las vidas se iban vaciando poco a poco, hasta que la última persona que quedaba allí en pie se hundió con el primer rayo de sol de la mañana. En ese instante me di cuenta de que algo se había quebrado por completo en la especie. Sentí que se estaba despedazando brutalmente el teatro de la humanidad; que ese decorado cimentado sobre la putrefacción, ese que sostenía la falsa ilusión de ser y de tener un sentido de pertenencia en el universo, al fin estaba siendo demolido. El ser humano había interiorizado que el océano era el único lugar en el mundo en el que poder reposar, puesto que aquel remanso de paz no demandaba explicaciones ni tareas inútiles, no requería esfuerzos sobrehumanos y no se ceñía a vanos estándares superficiales e irreales. Comprendieron que aquellas aguas salvajes y jamás domesticadas eran las que debían fundirse en total libertad con el cuerpo, con la piel y con los huesos, para así dar paso a la muerte. Encontraron la belleza de los marineros ahogados, de los náufragos sin tierra prometida y de las sirenas de ondulados cabellos y ojos color cielo. Sentían una extática sublimación al doblegarse a aquella pulsión de lucidez, como quien regresa nuevamente al vientre materno para envolverse bajo el manto de todo lo que ya era antes del ser. Lo que hacían no era fruto de una enajenación mental, sino del completo entendimiento de que ya no había nada más que entender.
 
No obstante, muchos sí que acabaron perdiendo verdaderamente el juicio: estaban tan aterrorizados que se encerraban en sus casas tapiando las puertas y ventanas, rezaban compulsivamente y se ataban a la cama con cadenas pesadas, como si eso les garantizara una resistencia sobre sí mismos. Otros huían, se mudaban a lugares sin costas cercanas creyendo que así estarían a salvo... pero todo eso era indiferente, pues tarde o temprano se acababa despertando en ellos aquel deseo tan indomable que era capaz de derribar uno de los sentimientos más humanos: el miedo a morir.

Los psiquiatras, científicos, sociólogos y demás ralea no tardaron en promover sus teorías. Al principio insistieron en la explicación clásica: que era una de las mayores psicosis colectivas de la historia. Luego sugirieron hipótesis más sofisticadas, como la posible existencia de una toxina desconocida que emanaba de las aguas marinas y atacaba al cerebro consciente, causando que éste sufriera anomalías y obedeciera a incontrolables impulsos dañinos. Y aunque todo aquello siempre acababa en especulaciones, resultaba más consolador intentar buscar explicaciones aparentemente razonables que aceptar una realidad incomestible para algunos: que el hombre quiera extinguirse por sus propios medios sin que intervengan alteraciones psicológicas o factores medioambientales.
Los filósofos también cumplieron su papel y publicaron cientos de tratados que se multiplicaban a diario: "¿y si esto no es una enfermedad, sino el destino biológico del hombre?", "la voluntad de morir forma parte del instinto más puro y racional", " quizá lo verdaderamente antinatural es luchar contra ello". Pero, como esto no era algo que el mundo quisiera escuchar en un momento tan precario, todos acabaron siendo silenciados o encarcelados.
 
Yo, mientras tanto, me mantuve como una espectadora despreocupada de toda aquella rendición horrorosamente bella. Llenaba cuadernos con mis observaciones diarias, registraba la cifra de muertos (que era ya exorbitante) y describía todo el caos ajeno que pude vislumbrar a mi alrededor. Hasta que un día, un glorioso día, mis ojos se acabaron cansando y mi cuerpo se sentía como un animal hambriento que ansiaba devorar la negrura de la nada, de la soledad y del silencio. El mundo me era –más– ajeno, mi vestimenta me causaba picazón, el agua me abrasaba la garganta y la comida ya no calmaba mi estómago. Aquel día, por fin, mi ser respondió a la atávica necesidad de satisfacer un instinto primario, de taponar mis arterias con sal.

06/05/2025

Limonada de sandía.

–Acércate –dije con voz desafiante, arrebatándole el cuchillo de la funda de cuero desgastado que pendía de su cintura–. Podría hundírtelo ahora mismo en el cuello, justo aquí –rocé el filo contra su garganta–, y después enterrarte bajo la virginal blancura de esta nieve. Quiero que parezca que se han derramado litros de limonada de sandía.

–No vas a hacerlo. Deja las fantasías y devuélveme el cuchillo –suspiró fatigada, sentándose sobre una roca casi sepultada por la nieve.

–¿Y no lo haré porque no quiero o porque me contiene la empatía? –pregunté, arqueando las cejas y recorriendo con los dedos el suave acero–. Hay una gran diferencia...

–Tú ya careces de empatía. Ahora hazme un favor y guárdate las preguntas moralistas para otra ocasión –respondió alzando la cabeza hacia el cielo plomizo–. Es desesperante salir a cazar en épocas de tanto frío. Ni tan siquiera un mísero pájaro se atreve a desplegar las alas.

–Echo de menos sacarle el corazón a las aves. Según tú, es una de mis mayores destrezas –dije lanzando el cuchillo, el cual danzó unos segundos en el aire hasta que su punta quedó perfectamente clavada en la corteza de un árbol cercano.

–¿Oyes eso? –se irguió de golpe, preparando mecánicamente la escopeta.

Unas pisadas lentas y dificultosas se escuchaban cada vez más cerca. Bajo el manto de niebla que cubría el bosque, se logró distinguir la figura de un hombrecillo de complexión baja y redonda que se aproximaba hacia nosotras: vestía con un abrigo acolchado, una gorra de reparto y unos guantes de lana con los que sostenía una pequeña cajita de madera en forma de ataúd, la cual estaba envuelta con un lazo rojo. 

–Buenos días, señora. Traigo un paquete para usted. ¿Sería tan amable de proporcionarme sus datos? –se dirigió directamente a mi anciana acompañante, extendiendo la caja frente a ella.

–No queremos nada proveniente de la contaminada civilización, ¡largo! –gruñí con desconfianza y agarré la escopeta, colocando el cañón directamente contra su pecho.

El cartero palideció y retrocedió dando patéticos traspiés y haciendo pésimos esfuerzos para correr sin hundirse bajo las toneladas de nieve.

–Jamás confíes en algo que provenga de la Gran Urbe –le dije a ella entre risas descaradas–. Aunque quién sabe... tal vez el paquete contenía el cuerpo de algún animal con la sangre todavía tibia. Además he espantado al chico, con la cantidad de proteína que nos podría proporcionar la carne de su robusto cuerpo. En fin, ¡qué pérdida!

Ella, como siempre, simuló no escucharme y comenzó a caminar de regreso a nuestra cabaña. Yo me limité a seguirla, pero la caminata parecía no tener fin: por mucho que avanzáramos, volvíamos siempre al mismo lugar; de esto me di cuenta debido a que nos topábamos una y otra vez con aquel árbol de corteza acuchillada. Ese bucle de coordenadas se me empezó a hacer demasiado empalagoso.

–¿Qué maldita brujería es esta? –me desplomé sobre la roca, presionándome las sienes con las palmas de las manos. 

Y otra vez, como un eco en repetición, se volvieron a escuchar los mismos pasos y volvió a emerger la misma silueta del hombre acercándose.

–Buenos días, señora. Traigo un paquete para usted. ¿Sería tan amable de proporcionarme sus datos?

–¿Tú otra vez? –grité, encarándolo con rechazo–. Te he dicho hace un rato que no somos destinatarias de nada, ¿es que estás sordo o este frío te ha atrofiado las capacidades cognitivas? 

Pero esta vez él ignoró mi presencia y se dirigió directamente a la anciana:

–Señora, sabe que el momento no puede ser postergado. Yo no tengo ni voz ni voto en esto, puesto que sólo soy el intermediario, pero por su bien le aconsejo que lo acepte.

–¡Y lo acepto! –afirmó, acercándose y proporcionándole sus datos, hecho por el cual le lancé una mirada cargada de rabia y frustración.

–¿No me enseñaste en casa a no aceptar regalos de desconocidos? –la empujé con un violento zarandeo.

–¿Por qué siempre tienes que arruinar cualquier ambiente? –respondió, zafándose de mi agarre–. Si estás tan frustrada por no haber visto ni saboreado sangre en una semana, córtate tus propias extremidades y cómetelas. Déjame al menos obtener las cosas que me pertenecen.

–¡Que te pertenecen! Eres una maldita...

Me callé abruptamente y miré a mi alrededor, percatándome de que estaba comenzando una fuerte ventisca. El cartero se había desvanecido; únicamente el paquete reposaba ya casi enterrado a unos metros de nosotras. Ella corrió todo lo rápido que sus arrugados pies le permitieron, y lo desenvolvió con tal desesperación que, por un instante, creí que de verdad había comida allí dentro. Sin embargo, al aproximarme, me extendió una nota de papel que cuidadosamente había extraído de la caja:


«Kit Emergente de Suicidio (minuciosamente seleccionado para La Señorita).

Contenido:

  • Una soga trenzada de fibra reforzada. Tolerancia de carga: 200kg.
  • Un cuchillo de doble hoja con punta de lanza. Tamaño: 40cm.
  • Un frasco de veneno de acción inmediata. Composición química: no disponible. Efecto: inhibe la síntesis de proteínas en las células, causa hemorragias internas, insuficiencia orgánica múltiple y, por ende, la muerte.
  • Una nota informativa (esta misma).

Motivo de entrega:

El sujeto identificado como "Su Señora" nos vendió su inocencia¹, es decir, la de usted, madame. Este kit sólo se envía en casos de emergencia crítica, únicamente cuando la persona carente ya de toda bondad se considera una gran amenaza activa para el entorno. Su ejecución es obligatoria, el método es opcional. Paquete solicitado y aprobado por Su Señora.

¹Entiéndase por inocencia a su entidad íntegra e incorrupta».


–¿Es esto cierto? –reí cínicamente.

–Lo es, claro que lo es, y te voy a explicar los motivos: cuando creciste no balbuceabas palabra alguna, no había un ápice de perspicacia en tu carácter, llorabas por el mínimo estímulo, temblabas cada vez que me escuchabas disparar la escopeta y te daba asco la comida que ponía en tu plato. Me di cuenta entonces de que no era algo puntual en ti, sino que simplemente eras eso: un mero estorbo en el entorno, alguien que jamás iba a espabilar. Siempre me pregunté: "¿por qué esta niña, sangre de mi sangre, no es como yo? ¿por qué no es fuerte, valerosa, independiente, abierta y habladora?" Ahí fue cuando caí en cuenta y pensé que sería más ventajoso sacar partido de tu debilidad y luego, quizá, abandonarte. Verás, ciertas entidades están más interesadas en obtener de las personas su inocencia, su fragilidad y vulnerabilidad, antes que sus almas; tú tenías una exquisitamente potente, así que la ofrecí a cambio de riquezas, territorios, comida abastecedora... pero poco a poco comenzaste a degenerar y a ser la tortura de mis días hasta hacerme enloquecer. Es casi como convivir con un demonio desprovisto de todo bien: frívolo, cínico, sanguinario, visceral... ¿por qué te crees que diseccionas a cualquier animal sin escrúpulos ni remordimientos? No lo haces simplemente por necesidad de sustento, sino para satisfacerte. Disfrutas de ello, te regodeas entre sangre y vísceras. Sé cuánto lo deseas, por eso un día temo amanecer destripada por tu culpa y, para colmo, no puedo deshacerme fácilmente de ti, ya que matarte con mis propias manos sería romper el pacto. Así que, como remedio a la maldita condena a la que me he autosometido, recurrí a la cláusula emergente. Debes eliminarte tú misma o, de lo contrario, lo harán ellos; y eso, querida, será mucho más terrible. No tienes otra opción.

–¡Oh, así que no podías soportarme cuando era frágil y ahora tampoco me puedes soportar siendo despiadada! –vociferé, clavando mis ojos en los suyos–. Aunque, ¿sabes lo que realmente te honra? Que no te hayas deshecho de mí aún, y no porque contengas un ápice de compasión en ese corazón tan corrosivo, sino porque sabes que si el pacto se rompe, te devolverán toda la miseria de tu vida; y esa, querida, es mucho más insoportable que yo. Esa siempre ha sido tu esencia: quebrar, mutilar, corromper y alejar el alma de las personas. Eres patéticamente egoísta y avariciosa, lo supe desde que nací y respiré tu mismo aire. Lo único que ahora te molesta de mí es que mi maldad haya superado a la tuya, que las palabras que al fin nacen de mi boca no sean para alabarte, sino para decirte toda la repulsión que me genera tu carne infecta, porque sabes que mientras yo viva siempre tendrás a alguien que te llame escoria. Tu existencia me es tan irrelevante como la de los gorriones petrificados bajo estos gélidos árboles, por eso y tan sólo por eso mereces que te fulminen todas las cosas que hay en esta caja. 

Con un movimiento rápido me abalancé sobre el kit, agarré el cuchillo e intenté clavárselo en el cuello, pero por mucho que presionara, el filo no penetraba en su carne. 

–Ah, sí... los objetos sólo funcionan contra ti, ese es el pequeño detallito que se me había olvidado mencionar –rió encogiéndose de hombros.

–¡Entonces te estrangularé con mis propias manos!

Pero antes de abalanzarme sobre ella, fue ella quien se abalanzó sobre mí: me inmovilizó boca arriba sobre el suelo helado, sujetando mis muñecas con tanta fuerza que casi me explotan las venas antes de tiempo.

–Escúchame bien, malnacida. Sin mí jamás hubieras sobrevivido tanto tiempo. Yo te di hogar, cubrí todas tus necesidades, desperdicié balas para que pudieras llenar tu sucio estómago, te proporcioné calor cuando tu cuerpo se entumecía, pero al final del día no lograba soportar tu debilidad. No querías aprender a cazar, no tenías instinto de supervivencia, no sabias nada de la vida, ¡no eras nada más que un escombro parasitario e inútil! Y cuando quise despojarte de esa tara, cuando quise hacer de ti, por tu bien, una mejor versión a cambio de beneficios, te convertiste en un aberrante monstruo. Pero por muy descabellada que ahora te creas, sigues siendo un reducto de la nada y hacia ella te has de dirigir.

Un par de contenidas lágrimas de rabia comenzaron a abrasar mis mejillas y, con un susurro casi imperceptible, le dije: 

–En el fondo, sé que tienes razón. No era nada antes y menos soy algo ahora que he perdido todo el tacto con lo delicado. No tengo identidad, no hallo otro propósito mas que el de pasar el día masacrando a todo organismo vivo. Tu compañía me resulta insoportable y ya no siento hacia ti otra cosa que no sea hastío y ganas de paralizar tu viejo corazón. A mí no me ha hecho falta vender nada para darme cuenta de que eres tan obscenamente monstruosa como yo. Ambas estamos cortadas con el mismo cuchillo y lo justo es que mi existencia termine aquí, pero ten presente desde ahora hasta tu último suspiro que esto no lo hago para cumplir con tu pacto, sino para despojar de mí toda la sangre de tu maldito linaje. Siempre he pertenecido a la raíz de algo corrupto. Me enferma y me asquea tener tus genes tanto como saber que eres mi abuela. Considera todo esto como la sucia herencia que me has dejado.

En ese momento abrí el kit, agarré la soga y la até a una rama sólida, la cual emitió un leve crujido al liberar su carga de nieve. Mi abuela levantó mi cuerpo cuidadosamente como cuando era niña y, sintiendo sus lentas caricias en mi cabeza, me ajusté la cuerda al cuello. Una vez así, destapé el frasco de veneno y apuré hasta la última gota. La garganta me ardía y me dieron ganas de vomitar, no por el amargo sabor, sino por sentir el tacto de mi abuela hasta en mis últimos segundos de vida. Mientras ella me iba soltando despacio, yo notaba cómo las fibras de la cuerda iban tensando mis músculos hasta la rigidez. Con el recurso de lo que eran ya mis últimas fuerzas me perforé el abdomen con el cuchillo, profundizando hasta que su filo atravesó el otro extremo de mi cuerpo, el cual quedó inerte, suspendido bajo el silencioso frío glacial. La sangre se derramaba como una cascada sobre la nieve puramente blanca, creando un contraste cromático precioso. Al fin, ella cortó la cuerda con el cuchillo que yo había clavado anteriormente, como un bello presagio, en la corteza del mismo árbol que sostenía mi cuerpo. Mi tierno cadáver cayó sobre la nieve y toda la sangre que de él emanaba se filtraba cada vez más en el suelo, tiñéndolo todo de color rojizo. Entonces ella sacó una pajita, la introdujo sobre el hielo impregnado y comenzó a sorber.

–En efecto, tiene un regusto a limonada de sandía –afirmó relamiéndose.

De súbito, fue su cabeza la que explotó como una sandía presionada con fuerza, dejando todo mi cadáver manchado con sus sesos. Su cuerpo, con la cabeza mutilada, quedó también inerte y congelado frente al mío. Dos jóvenes cazadores con abrigos de piel se acercaron corriendo al terreno. Uno de ellos portaba una radio en su bolsillo, de la cual sonaba la canción «Dark is the night».

 –Tío, ¡le has disparado a una vieja!

 –¡Te juro que pensaba que era un animal devorando a otro...! Además, ¿qué hacía la vieja aquí, en mitad de un temporal como este?

Así estuvieron discutiendo un buen rato, y mi cadáver lamentó no haber presenciado en vida aquella gloriosa, magnífica, poética y bella escena que transcurrió tras mi muerte.

14/04/2025

Parto cerebral.

Desde mis primeros recuerdos conscientes he percibido en los demás una constante actitud de rechazo hacia mí: en clase, en eventos sociales, en el trabajo... esas miradas asqueadas de la gente –cuya procedencia no entendía– venían siempre acompañadas de un completo distanciamiento de mi persona. Todos se alejaban despavoridos, me ofrecían excusas triviales para irse cuanto antes de mi lado, me evitaban, me excluían de actividades, me abordaban con alarmantes preguntas sobre mi salud o sobre por qué era yo de la forma que era. Un día hasta me llegaron a agredir físicamente sin motivo aparente, como si fuera un putrefacto saco en el que desahogar la incómoda rabia estética que producía. Me analizaba exhaustivamente una y otra vez pero, por más que me observara, no encontraba nada extraño en mí. ¿Qué era entonces lo que provocaba en los demás esa reacción repulsiva, nauseabunda y, en ocasiones, carcajeante? La percepción que tenían de mí era como si fuera una rata medieval portando peste o un leproso socialmente condenado. ¡Ay de ellos si tuvieran que haber soportado el grado despreciativo que yo soporté! 

En un momento dado pensé que quizá el problema podría estar más escondido, así que empecé a examinar meticulosamente los recovecos de mi cuerpo hasta detenerme en mi cabeza. Allí estaba la respuesta. Fui ladeando el pelo hasta dar con la piel del cuero cabelludo. Ésta estaba severamente abultada y era de un color rojo granate, casi parecía la tonalidad de un pastel Red Velvet. Dios mío, ¡me asusté tanto que ahora hasta yo me despreciaba! ¿cómo podía tener semejante aberración por cabeza? Aquello lucía como un banquete para zombies. Que la gente huyera de mí había sido (al menos en términos instintivos) completamente lógico, ¡pero qué traidores y cobardes son los que huyen callando, sin siquiera avisarte de tu monstruosidad! 
 
Acudí al médico bastante alarmada y el diagnóstico fue aún más desconcertante: estaba embarazada. "¿Embarazada cómo, doctor?" dije en un estado casi delirante. "Sí, es un embarazo cerebral. Desde que naciste, en tu cerebro se ha estado gestando una forma de vida que darás a luz cuando sea el momento indicado". Entonces el médico comenzó a dictarme una serie de recomendaciones y cuidados prácticos para sobrellevar el proceso y asegurarme un parto sin complicaciones. En ese instante maldije a todos los entes del cielo y del infierno por haberme encomendado ese destino precisamente a mí, que aborrezco toda maternidad y forma de vida.
 
Pasaron años desde aquello y, como aún no había sucedido nada inusual, di por hecho que había abortado lo que sea que fuera esa cosa. Hasta que un día cualquiera, mientras me preparaba un sándwich de queso, un dolor insoportable se apoderó de mi cráneo y sentí cómo mi cerebro se iba expandiendo y estirando en múltiples direcciones, como si quisiera desbordar sus límites físicos. En ese momento recordé las indicaciones médicas y fui al baño, abrí la tapa del inodoro, me arrodillé en el suelo y puse la cabeza en dirección al agua. Sobre la superficie de ésta comenzó a reflejarse una escena: un corro de ángeles vistiendo túnicas blancas y tiaras de flores se agarraban de las manos y comenzaban a danzar en círculos, entonando suaves cánticos:

«Bendita sea la llama virginal 
que germina en el vientre craneal. 
¡Gloria a la que te ha concebido sin carne, 
gloria a la que llora sin sangre!»

Mientras tanto, mi cráneo se expandió progresivamente hasta abrirse en dos. Entre sudores fríos y espasmos, mis desgarradores gritos atravesaban la barrera armónica de aquellas dulces melodías angelicales. Tras unos minutos que se me hicieron eternos, el dolor al fin cesó. Vi que en el agua flotaba ya mi hija: redonda, negra y reluciente como una bola de billar, blasfemando a todo lo vivo por haber venido a vivir. Su nombre era Idea. ¡Acababa de dar a luz una tierna y preciosa Idea! Los ángeles la elevaron cuidadosamente, como si fuera una perla delicadísima. Extendí ambas manos para recibirla y, en cuanto su superficie rozó mi piel, atravesó mi carne y mis huesos como si fuera una esfera metálica al rojo vivo, dejando así dos cavidades terriblemente calcinadas en las palmas de mis manos.

23/03/2025

Nuestro amante de París.

Quedé con mi amante en un boulevard parisino y, como era un empresario de prestigio, siempre aparecía con algún valioso detalle que hacía especiales nuestras citas. Esa vez le tocó el turno a una cajetilla de tabaco lujosamente decorada, junto a una botella de vino caro cuya marca prometía una experiencia etílica exquisita. Al llegar a mi sofisticado apartamento, situado casi al lado de la brillante y altanera Torre Eiffel, se encontraba recostado en el sofá un canis lupus de tamaño bastante intimidante. Le dije que lo había encontrado el día anterior en una de mis peculiares rutas por bosques perdidos y olvidados, que lo hallé herido sobre una roca cubierta de sangre y, aunque no tenía ni la más remota idea de cómo cuidar de un lobo tan salvaje como ese, bien es sabido que a los animales no se les niegan cuidados. Mi amante observó al animal con desagrado y éste respondió con la misma mirada, como si ambos hubieran reconocido en el otro un espíritu intrascendente que no merecía más atención de la necesaria.

La noche transcurrió entre conversaciones, copas de vino que se derramaban y besos sin pulcritud. Un rato después, aquel hombre y yo comenzamos con las prácticas tan poco convencionales que tanto nos gustaba realizar. Me arrodillé entre sus piernas con delicadeza, dejando que mi vestido negro de seda arropara el frío suelo, encontrándome dispuesta a servirle en todas las formas que se le antojaran a su deseo. Esa vez parecía tener un nuevo capricho: que mi boca le sirviera como cenicero. Sacó de su abrigo la ornamentada cajetilla de cigarros y se encendió el primero de ellos. El humo ascendió por las paredes y el techo mientras él lo degustaba y yo lo observaba con mi boca entreabierta. Sin una advertencia, dejó caer la primera brasa de ceniza sobre mi boca. Yo no hice ningún movimiento, sólo sentí la espesura de aquel polvo en la boca, y así procedió sucesivamente hasta que el cigarro se consumió y él lo apagó contra la superficie de mi lengua. El dolor, con su correspondiente escalofrío, me hizo estremecer, aunque la fascinación que hallé en sus ojos me obligó a seguir permaneciendo inmóvil ante él.

Una tras otra, las colillas se fueron amontonando en mi boca: el sabor de la ceniza se impregnaba con el sabor metálico de la sangre que se escapaba por mis heridas abiertas mientras mi cuerpo temblaba oscilando entre el placer perverso y la agonía dolorosa. Pero entonces llegó un momento en el que una inevitable arcada brotó de mi garganta, y las colillas que había contenido con devoción entre saliva carbonizada y rojiza se derramaron sobre el precioso y caro traje de mi amante. Éste me gritó asqueado, y el lobo, que hasta entonces había estado recostado siendo un espectador completamente indiferente, se irguió de un salto emitiendo un gruñido que resonó hasta en las paredes vecinas. Sus pupilas se habían ensanchado ferozmente y su cuerpo estaba tensado como el de una bestia que se pone al acecho. Intenté calmarlo balbuceando palabras entre el nerviosismo y la confusión, mientras que mi amante, con el semblante totalmente enfurecido, se levantó bruscamente dispuesto a irse, reprochándome que había arruinado la noche y que debería de haber dejado morir al monstruoso animal en el lugar donde pertenecía.

En ese mismo instante, como si hubiera comprendido todo, el lobo se abalanzó sobre él con una furia irrefrenable, tirándolo al suelo sin demasiado esfuerzo. La tenue luz de las velas, que minutos antes había servido para crear un sensual ambiente, ahora servía para hacer relucir sus colmillos como cuchillas recién afiladas. Comenzó a desgarrar el abdomen de aquel hombre en un festín grotesco de sangre y vísceras; después, los dientes de la bestia se clavaron como astillas en su cráneo. El lobo mordía y engullía la carne y la masa encefálica con una precisión casi quirúrgica (no era la primera vez que devoraba vida humana). Después de que la criatura hubo saciado su instinto primario se apartó del cadáver y, con la sangre aún chorreando por su hocico, se acercó a mí buscando refugio en mi regazo. Comencé a acariciar su lomo mientras la quietud envolvía nuevamente el entorno.

Me puse en pie justo cuando la última vela llegó al final de su vida y la oscuridad se apoderó del habitáculo. Me coloqué el abrigo de pelo que había dejado sobre el diván, no sin antes registrar en los bolsillos del muerto para guardarme todas sus pertenencias de valor. Acto seguido salí por la puerta, dejándola entreabierta para que mi fiel amigo me acompañara. Él caminaba a mi lado hacia las orillas del Sena, en cuya agua turbia y contaminada se reflejaban los faroles titilantes. De pronto comenzó a gruñir de una forma estruendosa al tímpano, lo que hizo que volteara mis ojos hacia él: sus uñas comenzaron a romperse bruscamente, pues de sus patas estaban emergiendo manos humanas. Sus extremidades empezaron a mutar con lentitud bajo la elegante noche. Mientras, escuché entre las calles a un grupo de personas totalmente exaltadas: "¡lo que hay en ese apartamento es un lobo, os lo aseguro. Su cráneo está completamente destrozado. Venid, venid!"

Un hijo de puta menos, un éxito cosechado más. Aunque este tenía peor sabor que los anteriores. Podrías traer mejor carnaza la próxima vez respondió el licántropo, rodeándome con sus brazos peludos.

¿Un cigarro para compensar? me reí sacando la cajetilla de tabaco, escuchando cómo él carcajeaba con furia mientras me besaba con arrebatada pasión.

09/03/2025

La Ruleta del Infortunio.


☠¿SE CONSIDERA USTED UNA PERSONA DESALMADA? ¡AQUÍ PUEDE SERLO AÚN MÁS!☠

"Siempre se comienza con las palabras. El lenguaje es el comienzo de todo. Siempre son las palabras..." Eso iba repitiendo yo en mi cabeza una noche triste y aburridísima mientras atravesaba una calle poco transitada, hasta que, a lo lejos, me topé con esas palabras en movimiento provenientes de un cartel luminoso en la puerta de un casino. No era un cartel demasiado estridente, pero sí tenía la suficiente maña como para llamar la atención de los más curiosos. Como persona curiosa y autodestructiva que soy, no quería perder la oportunidad de recrearme nuevamente en mi desgracia (si es que aquella publicidad era verídica y no meramente un artificio engañoso). Entré por la puerta de aquel local esperando encontrar a ingenuos ludópatas emocionados por obtener una falsa fortuna, pero para mi sorpresa estaba casi vacío. Digo "casi" porque en una de las mesas se hallaba, pálido y petrificado, un antiguo conocido mío. Tras un educado saludo convencional, me senté a su lado y comencé a percibir la extraña pesadez del ambiente sobre mis hombros. Antes de que pudiera formular otra frase (que posiblemente sería una pregunta estúpida como: "¿de qué va todo esto?") se acercó a mí un camarero trajeado cuyas manos estaban cubiertas por unos guantes de seda. Sostenía una bandeja dorada y de ella me entregó lo que parecía ser la carta de bebidas. Al abrirla, se leía lo siguiente:

«Si ha llegado hasta aquí por sus propios medios quizá es que desea sumirse por completo en la miseria y experimentar el gozo o la desgracia de no tener alma. No se preocupe, estas palabras no derivarán en un discurso condescendiente: usted no nos importa en absoluto, solamente le advertimos que, una vez haya iniciado el juego o se haya sentado en la mesa de las personas que lo iniciaron, no deberá abandonarlo ni incumplir sus reglas. Por poder claro que puede hacerlo, pero a nuestro invitado especial no le gusta que le hagan perder el tiempo, por lo que, si eso sucede, las consecuencias serán la corrupción de todas sus capacidades cognitivas junto con una progresiva aniquilación de las mismas, convirtiéndolo aún más en un vegetal viviente atrapado dentro de su propio cuerpo. ¿Querrá ser un parásito más del manicomio sobre una silla de ruedas sosteniendo la mirada perdida? Aunque nunca se sabe, vamos a suponer que no. Estaremos vigilándolo de cerca (como antes de haber entrado aquí). Disfrute de su estancia. Por cierto, puede elegir entre tomar vino o whisky».

 

Sin duda era un mensaje alentador de bienvenida que sumaba adrenalina a la incertidumbre del lugar. Poniéndome al día con mi viejo conocido me contó que, tomándolo como una simple broma, acababa de utilizar la peculiar Ruleta del Infortunio, de ahí el reflejo de horror en su cara cuando lo vi al entrar. Al darse cuenta de que no ganó ni un dólar, se dispuso a irse, pero lo retuvieron en aquella mesa a punta de pistola con el pretexto de que el invitado especial estaba a punto de llegar. La ruleta constaba de seis casillas azarosas: tres de ellas contenían el símbolo del dólar y las tres restantes el símbolo del Diablo. La observé con detenimiento, percatándome de que la casilla ganadora de esa mesa era la del Diablo. El camarero se volvió a acercar y, con suma delicadeza, nos entregó a cada uno un fino librito cuyo título era: "Cómo jugar al póker con Satanás (guía extendida)". 

Ni siquiera nos dio tiempo a abrir la guía cuando apareció por la puerta un sujeto muy elegante, trajeado, repeinado y con aires de cinismo y maldad. Sus pupilas eran rojas, sus afilados colmillos estaban tallados en un oro impecablemente reluciente y sus largas uñas negras eran garras feroces de animal. ¿Era ese Satanás? Cuando se sentó a nuestro lado, se detuvo la música clásica que estaba sonando en un vinilo y comenzó a sonar en bucle la siguiente grabación: «¿sabes qué me anima cuando estoy hecho polvo? Un full de ases y reyes. Desplumar a turistas estúpidos que sólo saben subir la apuesta. Tener pilas de fichas tan altas que no veo al de delante. Jugar toda la noche sin límite en el TAG, donde la arena se convierte en oro».

Sin más preámbulos y tras unos breves saludos, nos obligó a jugar al póker en modo TAG (selectivo y agresivo). Mi acompañante y yo no éramos unos expertos en el juego pero nos sabíamos manejar, aunque a medida que pasaba el tiempo ese cabrón cínico y repelente nos estaba dejando sin mucho que apostar. Finalmente, tras tres rondas perdidas, ya me había quedado sin dinero, así que negocié con nuestro oponente. Satanás me miró, acarició mi mejilla con sus uñas haciéndome un suave corte y, mientras se relamía el dedo bañado en mi sangre, dijo: 

–¿Tan poco acostumbrada estás a resistir? Lo que deseo no es llevarme vuestro dinero, sino vuestras almas. Sin embargo de ti deseo mucho más que eso: además de tu alma, quiero tu corazón, tu carne y tu sangre. Podría llevarme la de tu acompañante, pero no me interesa tanto, pues se percibe banal, ligera, mundana... Así que hagamos lo siguiente: si ganas, serás toda tuya y de Dios para siempre, pero si pierdes... serás mía para toda la eternidad. Tic-tac, tic-tac, tic-tac... –rió como un maníaco.

–Acepto –le dije desafiante.

–Bien, pero recuerda aceptar sólo lo que sabes que vas a poder ganar. Luego no te arrepientas, belleza.

Mi conocido me miró con cara horrorizada, repitiéndome una y otra vez lo mucho que detestaba el juego y el deseo ferviente que sentía de protegerme ante cualquier tipo de peligro, pero yo había aceptado sin pensármelo demasiado. Lo tranquilicé susurrándole al oído: 

–Si se lleva mi corazón, entonces el hueco vacío bien podría servir como una madriguera para algún animal. De todas formas el alma y la vida son pesadumbre y no me hacen demasiada falta, pues ya sabes tú todas las miserias que me han atravesado. 

Además, echando un vistazo a mis cartas (pareja de ases) parecía una buena jugada, pues creía que tenía todas las de ganar; pero el Diablo, que es más experto por viejo que por diablo, sacó una escalera de color, lo que quería decir que yo había perdido inmediatamente. El hijo de puta no sólo se iba a llevar mi dinero y el de mi acompañante, sino también todo mi ser. Me miró dejando entrever una media sonrisa de que se había salido con la suya y, a continuación, un halo fantasmagórico rodeó mi cuerpo. Entre la cara de asombro de mi callado acompañante y la mueca de satisfacción de nuestro oponente, éste se levantó, se acercó a mi pálido halo, abrió ligeramente sus fosas nasales y me aspiró el alma, de la cual brotaron esporas de colores. Mi cuerpo sintió un leve escalofrío y mi energía se vio drenada inmediatamente. Acto seguido fue hacia la puerta y, haciendo un ademán con la mano, exclamó: 

¡Au revoir, muchachos. Siempre es un placer hacer negocios con ustedes!

Ante las miradas fijas de todos los allí presentes, sólo se me ocurrió decir: "pues se ha quedado una bonita noche para haberlo perdido todo... al fin y al cabo ha sido mi decisión, ¿no?"

Al día siguiente, cuando desperté, comencé a reflexionar sobre todo lo que había ocurrido la pasada noche. ¿Tenía vida o no tenía? Lo cierto es que me notaba tan muerta como siempre, lo único novedoso era que ya no sentía hambre ni ninguna necesidad fisiológica. Encendí la televisión y estaban pasando las últimas noticias de lo que parecía ser un asesinato: "una muchacha joven es hallada muerta con un hueco abierto en su pecho. Al parecer, el asesino le ha desgarrado el corazón con uñas y dientes. Sobre el cadáver se ha encontrado la siguiente nota escrita en sangre: «jugó contra el Diablo sin hacerle saber que era yo mismo». Las autoridades ya están investigando el...". Mis oídos comenzaron a pitar de una forma estruendosa cuando observé detenidamente la calle desde donde estaba transmitiendo la reportera. La casa precintada estaba en la misma localización geográfica que aquel casino. ¿O es que los efectos secundarios de que te aspiren el alma eran sufrir alucinaciones? Salí a toda prisa caminando sobre lo andado e intentando recordar mis pasos de la noche anterior, hasta que por fin llegué a la ubicación. Entre todo el tumulto de policías, cotillas curiosos y cámaras, no había ni rastro del casino. En su lugar se hallaba una vieja casa de madera medio derruida por el inevitable paso del tiempo. ¿Cómo era eso posible? Intenté acercarme a preguntar pero todos salieron corriendo a los gritos al verme aparecer. Hice una mueca extraña y sentí un ligero cosquilleo en el pecho. Cuando me lo toqué no palpé mi piel, ni tan siquiera mis huesos, solamente un hueco vacío con un conejo dentro. La criatura saltó hacia la calle y, con su blanco pelaje teñido de sangre y vísceras, comenzó a caminar. Yo, como por inercia, fui tras él. Los ruidos del exterior se desvanecieron por completo y ahora mis tímpanos sólo captaban la respiración, los latidos y el repiqueteo de las patas del animal contra el suelo. Era como si, paradójicamente, ahora yo estuviera dentro de él. El conejo se adentró en el jardín trasero de la casa abandonada. Entre flores muertas y vegetación descuidada, comenzó a escarbar sobre la tierra hasta desenterrar un puñal afilado, el cual agarré con firmeza, como si su empuñadura estuviera hecha exclusivamente para mis manos (¡cuántas cosas, al mismo tiempo, ocurren y concurren en este mundo como si fueran intervenciones divinas!). Acto seguido el conejito avanzó hacia una trampilla abierta cuya madera estaba demasiado enmohecida, y rápidamente descendió por una escalera desvencijada. Bajé tras él, inducida en una especie de trance extraño, y cuando al fin me hallé en lo que parecía ser el sótano, el animal había desaparecido por completo. Avancé un par de pasos con el puñal aún sostenido, y allí, en la penumbra, estaba mi viejo conocido ordenando fichas de póker. No le pregunté nada ni hice ningún gesto de asombro, es más, no hice ningún gesto, puesto que yo ya sabía todo lo que tenía que saber. Sólo me acerqué lentamente a él y le susurré:

–Nunca olvides que el diablo siempre cobra sus deudas.

Entonces, con una puñalada, embestí su corazón. Luego vino otra seguida de otra, así innumerables veces. Después guardé el puñal en el hueco de mi pecho y ascendí hacia la luz de las escaleras.