03/07/2025

El Sol que murió por la Tierra.

Al principio, la despoblada Tierra era apenas un páramo mineral, una vasta extensión de rocas segmentadas y agua primigenia. Toda esa corriente de vida fluía a causa de la voluntad del único motor: el Sol, astro de oro resplandeciente cuya existencia era doblemente maldita tanto por ser creador de vida como destructor de la misma. Él, desde aquellas predominantes alturas, siempre había posado su mirada incansable e inamovible sobre un planeta que le causaba más fascinación que ningún otro: la Tierra, esfera voluminosa que giraba en torno a él con una lenta suavidad sensual. Atraído por dichos movimientos, comenzó a irradiar su superficie con la fuerza y el fulgor de un amante obseso. Deseaba venerarla haciéndola crecer con todos los medios naturales que disponía. De tanto recibir calor y vida, de ella germinaron colores hipnóticamente vivaces y deslumbrantes. Las montañas de rocas ascendieron imperiosas hacia los cielos, las plantas se alzaban bajo sus rayos luminosos, la leve brisa hacía danzar la hierba, el agua de los ríos y los océanos se volvió tibia y límpida. Ante aquella sagrada transformación, el Sol se estremeció titilando de gozo, derramando espesos ríos de lava sobre ella. De ese éxtasis orgásmico surgieron los volcanes: órganos erectos de magma ardiente que se desbordaba con violencia sobre su propia superficie, sucumbiendo así al deseo de ser liberado en la tierra virginal. A causa de ello, nacieron los primeros descendientes animales que poblaron la ecúmene. 

Transcurrieron milenios y el Sol no cesaba de demostrarle con cada acto el trascendental amor que albergaba. Pero ella, ya intimidada y abrasada hasta los cimientos por esa incesante intensidad fervorosa, pronunció en un quejido la única palabra (y una de las más tristes) que la existencia había escuchado jamás: "¡vete!". Fue tal el esfuerzo que hizo al gritar, que la fuerte vibración de sonido produjo el primer seísmo, causando grandes desprendimientos en las altas montañas. En ese instante él, incapaz de comprender aquel inaudito rechazo, sintió por vez primera el peso de una honda vergüenza, su vergüenza. Herido hasta el núcleo, el Sol se exilió bajo un taciturno y sombrío letargo. Así fue como emergió la profunda oscuridad nocturna.

La Tierra, percatándose del súbito vacío térmico que dejó la ausencia solar y comprendiendo que sin él se moriría de frío, comenzó a llorar amargas lágrimas de arena. De esa erosión de partículas se formaron los desiertos: extensiones inmensamente estériles para los seres que vagan sin pertenencia. La Luna, plateada y serena, descendió rozando su superficie y, con un tenue vibrato, susurró: «tú, que has sido bendecida por el Sol y lo has maldecido por su exceso, ahora mereces observar la penumbra y ser devorada por las sombras que has convocado».

La Tierra permaneció en silencio, anhelando con extrema vanidad la efímera belleza que una vez poseyó, sintiendo ahora cómo toda su materia se iba deshaciendo en minúsculos granos de polvo que cubrían la atmósfera y ahogaban al oxígeno.

Mientras tanto el Sol, en su retiro, rumiaba desconsolado flotando con la amarga sensación del abandono, como un Dios desterrado al que le han arrebatado la razón de ser. Como ya no existía para nadie, no encontraba propósito alguno para arder, ni un bello destinatario a quien enviar su luz. Aquella fue su primera herida, y al herirse se mortificó: microscópicas grietas comenzaron a abrirse en su interior, engullendo poco a poco la potencia de su incandescencia. En ese momento deseó aparecer nuevamente, exponerse así de débil ante ella como muestra de la redención más pura que jamás había existido, pero su dolor, lejos de permitirle avanzar, lo hizo consumirse en su propia pena. Este astro, corroído ahora por el martirio del desprecio, renunció a su propia fortaleza y colapsó sobre sí mismo como último acto de aquella pasión enfermiza. No fue un estallido heroico ni grandilocuente, sino un suicidio cósmico, una desolación. Cada uno de sus filamentos (antes exuberantes, danzantes, vivos) se volvieron punzantes pedacitos esparcidos en la inmensidad del Espacio. 

Ocho minutos después, la Tierra comenzó a avanzar hacia una desintegración irremediable: los animales y las plantas se fueron pudriendo, los volcanes y océanos se congelaron con gruesas capas de hielo y los árboles crujían en espantosas caídas...

La Tierra, que hasta entonces había sido el epicentro y la fijación de aquel delirio astral, se acabó convirtiendo en una masa compacta de materia muerta; la Luna, cumpliendo su promesa de fidelidad, se enterró con ella. La única vida natural que existió una vez, murió una vez, sin que nadie más que el Universo fuera testigo indiferente de aquel grotesco espectáculo. Aquella zancadilla astronómica fue celebrada millones de años después, cuando los seres monoculares de exorbitantes tentáculos documentaron todos y cada uno de los detalles de esta historia.