«-Cuéntame algo.
+¿Sobre mi vida?
-No, coño, me refiero a una anécdota. Ya que no puedes tener la boca cerrada para dejarme leer el periódico cuéntame... alguna cosa.
+Lo siento, no sé qué decirle.
-¿No tienes anécdotas? ¡No tienes! Entonces te contaré una»:
La única vez que he desplegado mis labios para rezar una oración (no a Dios, sino a un destino impredecible para que todas las circunstancias del tedioso presente me hicieran un favor) fue para que lloviera. Sí, tal cual: deseaba que diluviara, que se desenvolviera en el cielo una tempestad torrencial que arrasara con toda la basura que se amontona sobre la ecúmene, que lloviera tanto que el ambiente se purgara y las plantas se saciaran, tanto tanto que los religiosos creyeran que el falso Apocalipsis se estaba realizando: pues esa tormenta sería mi excelente justificación para no tener que salir a hacer algo que, o bien iba a hacer por compromiso u obligación, o bien tenía pocas ganas de hacer. Pensé: "si no me puedo suicidar, al menos que la vida me dé un poco de tregua, un pequeño y brillante cataclismo".
Y entonces llovió.
Mi deseo, fruto del egoísmo, fue concedido (quién sabe por qué). Llovió durante trece días y trece noches sin parar: limpiando, barriendo y purgando. Todo tal cual lo pedí. Hasta que, lamentablemente, el Sol volvió a salir tan arrogante y molesto como siempre. Pero como obsequio, como un souvenir por realizar tal buen acto al medio ambiente mediante mis súplicas a una Nada inconsistente, una nube negra de tormenta se arraigó a mí. No nació de mi costilla, sino de mi lengua afilada. Ahora aquella nube estaba siempre posada sobre mi cabeza: no importaba la hora, el lugar o la actividad en la que yo estuviera involucrada. Cuando me estaba divirtiendo (eso raras veces sucede) o cuando estaba en medio de una crisis existencial, sus moléculas de agua se acumulaban debido a la energía del ambiente y estallaba contra mí, haciendo que todo ápice de diversión se tornara un caos, calándome hasta los huesos y provocándome fuertes resfriados. Esto sucedía día tras día tras día, impidiéndome así realizar todas las actividades cotidianas. ¿No era esa la excusa que tanto buscaba? Lo positivo de ello es que mis lágrimas lograban camuflarse entre el agua. Me preguntaba si todo aquello era una especie de castigo kármico, aunque no me permito caer en esas creencias, pero en el fondo yo nunca quise hacerme cargo de esa masa negra. En ese punto... ¿qué podía hacer? ¿me quería matar o la quería matar yo a ella?
Un día la llevé a un descampado, el más inhabitable de la zona y, sin compasión ni preámbulos, empecé a dispararle con una pistola de bolitas de goma (hubiera sido mejor una de balas, ya lo sé, pero no estamos en Estados Unidos). Pensaba, inocente de mí, que la nube se desvanecería evaporándose sin más, pero lo que ocurrió es que comenzó a sangrar. Ahora ya no llovía agua, sino sangre. Yo no tenía lugar ni forma donde limpiarme en diez kilómetros a la redonda, así que no tuve más remedio que optar por volver a la civilización. Intenté fijar la mirada en el suelo y pasar desapercibida entre los viandantes que caminaban atendiendo únicamente a su propia vida, o al menos eso quería creer yo. Pero era una ilusa al pensar que nadie se percataría del reguero de sangre que dejaban las suelas de mis zapatos durante todo el camino. En cuanto a mi nube, exprimió toda su sangre contra mí a lo largo del trayecto hasta que por fin se diluyó en el aire.
Cuando me quedaban varios minutos para llegar a mi casa y, sosteniendo las manchadas llaves para por fin abrir la puerta del cubículo de mi tranquilidad, escuché detrás de mí varias sirenas de policía. Las omití, puesto que estaba tan exenta de cualquier cargo como una mariposa en un campo primaveral. Me detuve frente a la puerta de casa: unos movimientos locomotrices más y ya estaba dentro. Para abrirla agarré el tirador de la puerta dejando en él una mancha considerable de sangre. La llave se introdujo sin problema. Ahora sólo quedaba un movimiento más en aquella mecánica tan banal de abrir la puerta, pero de pronto sentí una de mis muñecas apretada detrás de mi espalda y la presencia de un policía respirar tras mi nuca.
-Señorita, queda usted detenida por homicidio. Se le prohíbe pronunciar palabra alguna hasta que no se le asigne un abogado.
Las llaves cayeron al suelo. El uniforme de aquel oficial que me sostenía con brusquedad quedó manchado completamente. Siendo honesta lucía mejor así.
Pensé: "¿homicidio? ¿a quién? ¿por qué?"
Desde luego no ayudaba mi aspecto cubierto de sangre, pero nunca pronuncié ante aquel oficial las típicas frases agónicas de siempre: "yo no he hecho nada, soy inocente, créame", ya que entendí hace mucho tiempo que nadie lo es. Todos somos homicidas en menor o mayor medida: matamos insectos, animales, plantas... incluso el tiempo. Matamos con palabras, con actos, con desprecios, con indiferencias, con morales e ideologías; clavamos puñales cargados de traición, destruimos corazones y almas. Hay muchas maneras de matar y nunca nadie está libre de culpa, pues tú has sido verdugo alguna vez, y yo, por supuesto, también.
Me condenaron por asesinar al cielo, por corromper el ciclo natural. Si algo me ha enseñado mi descendiente celestial es que no se puede controlar lo que no depende de nosotros ni de nuestras circunstancias. Tampoco se puede encapsular al cielo por egoísmo y, si uno dispara hacia arriba, que procure llevar consigo una toalla y jabón.