28/05/2022

Malditos como el zafiro azul.

En tierra envenenada no se pueden construir palacios, ni siquiera míseras chozas.
Consagra tu oración pero no reces por mí, porque si se te ocurre hacerlo te voy a cortar la lengua y la arrojaré al río en el que navegan todas las lenguas que he maldecido hasta ahora. 
Una carretera con deshielo, la veredita de un acantilado, y a lo lejos hay un piano cubierto de hojarasca por el paso de los siglos. Quizá nos sentemos a tocarlo con las manos cubiertas de sangre, hasta que la sangre se seque y hayamos envilecido las blancas teclas. Supongo que la música es lo único que nos queda en cualquier tierra, pero no tocaremos música de carrusel, vida mía, eso ya no es para nosotros.
Nos han desterrado o nos hemos exiliado– como muñecos de trapo deshilachados en manos de niñatos caprichosos ¿mas qué importa ya ese comienzo? El resultado es que estamos aquí porque somos un veneno producto de otro veneno mucho mayor, pero igual de corrosivos. No sé si lo que pesa dentro del cuerpo es el alma –si es que tal cosa existe– o si simplemente son los órganos que se están pudriendo. 
Cadáveres apilados y bienaventurados con polvo cubriéndoles los ojos y la boca, y nosotros aquí, cargando tanta malicia, tanto sentir, tanto...  
Pero dentro de un rato la vida quizá pueda ser un carnaval y al fin tocaremos música de carrusel con neones de fondo, y podremos extasiarnos hasta quedar inconscientes con un ojo rojo púrpura y otro azul marino. Pero la única realidad es esa irrealidad: no somos más que escoria cósmica enterrada en diamantes de sangre.