15/10/2025

Búsqueda intensiva.

He pasado años enteros buscándola, intentando dar con ella, levantando los cojines del sofá para ver si al fin la veía, rebuscando por las papeleras de los bulevares, rogando a cada persona que me rompía el corazón que por favor me la otorgara, que miraran bien entre las partículas de mis lágrimas por si se divisaba el milagro... pero nada de eso servía. Simplemente no estaba por ninguna parte. "¿Cuánto tiempo más piensas buscar? ¿no crees que ya es suficiente? Dedícate a tu vida y quizá aparecerá...", me decían. "Dedicaos vosotros a buscarla incansablemente en mí", respondía yo. Pero en mí tampoco había nada. A veces se volvía enfermizo, de ello me daba cuenta cuando sacudía hacia abajo mis libretas y rascaba las palabras escritas por si aparecía entre la tinta; pero no, nada. Cuando volvía a casa inspeccionaba exhaustivamente las suelas de mis zapatos para ver si con suerte estaba allí pegada, pero lo único que encontraba era caca de perro. "¿Y si es solamente esto?", pensaba. "¿Y si lo único a lo que puedo aspirar es a un trozo de excremento pestilente?". Sin embargo yo sabía que debía seguir con la ardua búsqueda. Era como un orgasmo frustrado: "ya casi, ya casi...", pero aquel "casi" se desvanecía tan rápido como un tierno copo de nieve bajo el sol. "Si sigues así, te vas a volver loca", me decía la gente cada vez que, en medio de un restaurante, vaciaba los saleros sobre la mesa y mis dedos escarbaban desesperados entre las montañas de sal. ¡Ay, Dios! ¿dónde demonios estaba mi tesoro más preciado?
 
Un buen día –el propicio– me hallaba perdida en los parajes oníricos de mis sueños. Observaba el mundo a través de una lupa: cuando el ojo se alineaba con el lente correcto, hasta lo más recóndito se hacía visible; pero si, por el contrario, le daba la vuelta al vidrio, la realidad se reducía a una miniatura distante. Pues bien, yo ni siquiera poseía una lupa. ¡Si me apuran diría que no tenía ni manos para sostenerla! Sólo tenía dos cristales por ojos y nada más. Entonces, fijando mucho la vista en un punto del mapa, vi cómo me llamaba el río en mitad de la noche. Se elevaba de éste una gran boca hecha de agua cuyos susurros resonaban dentro de mis tímpanos cual psicofonía instaurada: "¡está aquí, aquí está!". Me levanté mecánicamente, como siguiendo un mandato bajo un estado de hipnosis, y me fui hacia el río que conectaba con el bosque más bello del mundo. Al llegar sentí el estremecimiento de todas mis fibras nerviosas, como si un rayo me hubiera traspasado entera. Sobre el agua yacía boca abajo un cuerpo desnudo de color azul celeste, cuya cabeza estaba cubierta con una bolsa de tela marrón. Me adentré en el agua y saqué, no sin esfuerzo, el cadáver. Arrodillada junto a él y sosteniéndolo sobre mi regazo, aparté la bolsa de tela para dejar su cara al descubierto, como si al revelarse la misma, aquella muerta quedara expuesta a la humillación. ¡Era yo! Esa mujer ahogada y cadavérica era yo. La virginal luz del amanecer comenzó a penetrar nuestra barrera cutánea y allí, arrodillada sosteniendo a mi yo muerta, fue cuando le lloré al Sol. Mis lágrimas se tornaron oro líquido. Dios mío... ¿era esto lo que durante tanto tiempo había estado buscando? Mi Sublimación, mi perfecta y bella Sublimación no estaba pegada en los zapatos, ni dentro de los saleros, ni debajo de los cojines, sino que se hallaba allí mismo. Al contemplarla, me estremecí sobre la hierba con tal violencia que tuve el mejor orgasmo de mi vida. En esa cumbre de éxtasis y espasmos, aspiré tan hondamente que arrastré todo a mi paso: los árboles, las casas, los animales, los coches y los millones de humanos que lo habitaban fueron absorbidos sin control dentro de mi cuerpo. Deglutí al mundo entero en un gemido y después hice de vientre. Quedé vacía cuando regué la tierra con mis fluidos mientras que la muerta, a su vez, expulsaba el agua de sus cavidades; y allí acabamos yaciendo las dos, que ya éramos solamente una.