La noche de nuestro aniversario me llevó a un restaurante de prestigio, uno de esos que presumen de sus cinco estrellas como si las hubieran arrancado del cielo. No eran entornos que frecuentábamos, pero como suele decir la gente sin dinero: "un día es un día". Vestidos con la elegancia que requería el ambiente, nos condujeron a nuestra mesa previamente reservada. El suelo, de un terciopelo rojo, daba la extraña sensación de caminar flotando entre nubes. En el centro del restaurante se hallaba una gran jaula de oro en la que se balanceaba un cuervo que repetía incansablemente el menú del día. Aquel escenario parecía un encantamiento onírico. Una vez acomodados en la mesa, nos sirvieron las bebidas y él comenzó a pedir demasiadas cosas de la carta: entrantes, platos principales, acompañamientos, postres... La factura me estaba empezando a inquietar, pero preferí no verbalizarlo para no arruinar la cita. Además él tampoco lograría leer mi cara de incomodidad, ya que era la que le ponía todos los días con naturalidad.
Los platos comenzaron a llegar minuciosamente elaborados y él los devoraba con un ansia grotesca, como si no hubiera probado bocado en semanas. Al cabo de un rato observé que una bola cada vez más abultada se le estaba formando en el esófago. Él no paraba de toser sin dejar de engullir los alimentos.
—Pero bueno, ¿qué te pasa? Come con más calma... –le sugerí.
—Es que está todo delicioso, aunque siento que se me está atascando demasiada comida en la garganta. Tendré que masticar mejor, sí... –me respondió con la voz entrecortada.
La inflamación de su garganta empezó a ser más notoria, pero él no dejaba de tragar. Su cuello se inflamó tanto, como un globo al que no le cabe ya más aire, que al final acabó estallando. Mi vestido de seda blanco quedó impregnado de vísceras y trocitos de comida mal deglutida; su cabeza había salido disparada como un misil y fue a parar al plato de la mesa de enfrente, en la cual estaba una señora adinerada y resabida que apestaba a perfume y que siguió comiendo como si nada hubiera sucedido. "¡Bingo! ¡bingo! bingo!", exclamó el cuervo haciendo piruetas en su jaula. No puedo negar que solté una carcajada que dejó confundidos a todos los comensales, pero luego me eché a llorar de la impotencia: ese era el primer vestido caro que había comprado y lo acababa de estrenar. Pronto llegaron los serviciales y elegantes camareros a preguntarme si la cabeza la quería para llevar en una bolsa, a lo que yo me encogí de hombros.
El funeral fue al día siguiente, y ahí estaba yo, sosteniendo una bolsa de plástico con letras publicitarias que contenía la cabeza ya preparada para unirse a su respectivo cuerpo. Todos sus familiares parecían periodistas interrogándome sobre lo ocurrido, así que les narré los hechos intentando ser lo más explícita posible, pero esta crudeza causó que sus llantos de dolor y frustración me dieran tal dolor de cabeza que tuve que recluirme en un rinconcito del tanatorio. Allí, apartada del murmullo fúnebre, se encontraba una niña de aproximadamente seis años, sobrina del difunto. Al verme aparecer con la cabeza dentro de la bolsa, la criatura de los mil demonios se echó a llorar con tanta vivacidad que todo el mundo se agitó: unos se acercaron a consolarla contándole mentiras sobre Dios y el Cielo, y otros comenzaron a debatir sobre no sé qué asunto de la muerte...
Huí de aquel círculo infernal lo más rápido que pude y, una vez en casa, me enfundé el pijama y me desplomé en el sofá. Dormí profundamente hasta que el timbre me despertó. Eran ya las diez de la noche. Al abrir me encontré a cinco repartidores en la puerta, cada uno cargado con montones de bolsas de comida.
—Cien cajas de comida para la señorita, por encargo de su marido.
—¡¿Cómo?! Si murió ayer y acabo de enterrarlo esta misma tarde...
—Pues hemos recibido el encargo hace unas horas y él mismo nos ha proporcionado sus datos, mire.
El chico desde su dispositivo me mostró el registro del pedido. Efectivamente era verídico. Los muchachos entraron y dejaron todas las bolsas sobre la encimera de la cocina. Sin entender nada de esa extraña orgía gastronómica, abrí una caja de pizza y comencé a comer: el hambre era más fuerte que mis ganas de formular conjeturas inútiles acerca de la complejidad de la situación.
Por la mañana me alisté para ir al trabajo y, nada más cruzar el umbral de la puerta, me interceptó la típica vecina pesada:
—¡Hola, «viudita»! ¿qué se siente serlo a tan temprana edad? –dijo con una entonación que fingía empatía pero que internamente se regodeaba en la carroña.
Suspiré con los ojos en blanco y me metí al ascensor. Al llegar a la oficina y dejar mis cosas sobre la mesa, vi al jefe acercarse a mí con unas flores. Era exactamente el mismo ramo que habíamos dejado en la tumba del muerto: ni un pétalo más, ni un tallo menos. La única diferencia es que entre todas esas flores había un par de chocolatinas ocultas.
—Ha llegado esto nada más abrir la oficina. Tu marido acaba de morir y ya estás solicitada. No pierdes el tiempo, ¿eh? –carcajeó pícaramente.
Ese intento de parecer gracioso me crispó los nervios. Con una sonrisa sardónica agarré el ramo, del cual colgaba una tarjetita que decía lo siguiente: «feliz día, mi amor. Entre las flores he dejado algunos bombones caros. Cómelos despacio para saborearlos mejor. Te ama, tu marido».
Cuando abrí el envoltorio de los dulces, me encontré todo un criadero de insectos ahí dentro: larvas, gusanos, arañas y moscas con las patas tiesas. Salté hacia atrás por instinto y los arrojé, junto con las flores, a la papelera. La bromita "marido-comida" ya me estaba empezando a mosquear bastante y, fuera quien fuera la persona detrás de todo aquello (posiblemente alguien que me odiaba fervorosamente), estaba sobrepasando el límite.
Tras ese incidente, los días comenzaron a transcurrir con aparente normalidad, así que empecé a relajarme y bajar la guardia. Una noche salí de un bar con una cantidad considerable de alcohol encima y decidí regresar a pie hasta casa. Iba tambaleándome por las oscuras callejuelas hasta que de mis dedos salió desperdigado, casi como por arte de magia, el anillo de compromiso. Rodó cuesta abajo y, entre mi borrachera y la escasa visibilidad que ofrecía la noche, sólo me quedó afinar el oído y correr a tientas tras el tintineo del oro resonando contra el asfalto. La cuesta tenía una bajada enorme y mis pies, ya frenéticos por el impulso, no lograron frenarse a tiempo, por lo que mi cuerpo se estrelló contra un coche en marcha.
Lo siguiente que vieron mis ojos fueron las luces frías de un quirófano sucio y destartalado. A mi alrededor había toda una caterva de cirujanos enmascarados cortándome las extremidades con una sierra oxidada, como si mi cuerpo fuera de madera. Uno de ellos levantó los ojos hacia mí y reconocí al instante esa mirada intensa que me dijo un «sí quiero» en el altar.
—Se ha quedado inválida a causa de perseguir el anillo de su difunto marido. Casos como este no se ven todos los días.
—Desde luego... ¡quién pudiera tener una mujer así de fiel! –comentaban entre risas mientras me cercenaban la pierna derecha.
Mi cabeza giró débilmente hacia un costado y mis ojos se posaron en una cadena de hierro industrial que sostenía mi pierna izquierda colgada del techo. Mi difunto marido, con la destreza de un carnicero experimentado, comenzó a cortarla en finas lonchas con un cuchillo jamonero mientras se las ofrecía a todos los allí presentes.
—Debes tener hambre tú también. Toma, te aseguro que está extraordinariamente tierna –dijo susurrándome al oído.
Mis dientes comenzaron a engullir la propia carne, impregnándose mi paladar de un sabor primitivo, y mi cuerpo –lo que quedaba ya de él– se agitó en horribles convulsiones. Apareció frente a mí un agujero que, a la velocidad de la luz, me arrastró a través de un vórtice, y de pronto... de pronto... ¡el vientre materno, el regreso al Origen, el sabor del embrión devorándose a mí mismo!