06/05/2025

Limonada de sandía.

–Acércate –dije con voz desafiante, arrebatándole el cuchillo de la funda de cuero desgastado que pendía de su cintura–. Podría hundírtelo ahora mismo en el cuello, justo aquí –rocé el filo contra su garganta–, y después enterrarte bajo la virginal blancura de esta nieve. Quiero que parezca que se han derramado litros de limonada de sandía.

–No vas a hacerlo. Deja las fantasías y devuélveme el cuchillo –suspiró fatigada, sentándose sobre una roca casi sepultada por la nieve.

–¿Y no lo haré porque no quiero o porque me contiene la empatía? –pregunté, arqueando las cejas y recorriendo con los dedos el suave acero–. Hay una gran diferencia...

–Tú ya careces de empatía. Ahora hazme un favor y guárdate las preguntas moralistas para otra ocasión –respondió alzando la cabeza hacia el cielo plomizo–. Es desesperante salir a cazar en épocas de tanto frío. Ni tan siquiera un mísero pájaro se atreve a desplegar las alas.

–Echo de menos sacarle el corazón a las aves. Según tú, es una de mis mayores destrezas –dije lanzando el cuchillo, el cual danzó unos segundos en el aire hasta que su punta quedó perfectamente clavada en la corteza de un árbol cercano.

–¿Oyes eso? –se irguió de golpe, preparando mecánicamente la escopeta.

Unas pisadas lentas y dificultosas se escuchaban cada vez más cerca. Bajo el manto de niebla que cubría el bosque, se logró distinguir la figura de un hombrecillo de complexión baja y redonda que se aproximaba hacia nosotras: vestía con un abrigo acolchado, una gorra de reparto y unos guantes de lana con los que sostenía una pequeña cajita de madera en forma de ataúd, la cual estaba envuelta con un lazo rojo. 

–Buenos días, señora. Traigo un paquete para usted. ¿Sería tan amable de proporcionarme sus datos? –se dirigió directamente a mi anciana acompañante, extendiendo la caja frente a ella.

–No queremos nada proveniente de la contaminada civilización, ¡largo! –gruñí con desconfianza y agarré la escopeta, colocando el cañón directamente contra su pecho.

El cartero palideció y retrocedió dando patéticos traspiés y haciendo pésimos esfuerzos para correr sin hundirse bajo las toneladas de nieve.

–Jamás confíes en algo que provenga de la Gran Urbe –le dije a ella entre risas descaradas–. Aunque quién sabe... tal vez el paquete contenía el cuerpo de algún animal con la sangre todavía tibia. Además he espantado al chico, con la cantidad de proteína que nos podría proporcionar la carne de su robusto cuerpo. En fin, ¡qué pérdida!

Ella, como siempre, simuló no escucharme y comenzó a caminar de regreso a nuestra cabaña. Yo me limité a seguirla, pero la caminata parecía no tener fin: por mucho que avanzáramos, volvíamos siempre al mismo lugar; de esto me di cuenta debido a que nos topábamos una y otra vez con aquel árbol de corteza acuchillada. Ese bucle de coordenadas se me empezó a hacer demasiado empalagoso.

–¿Qué maldita brujería es esta? –me desplomé sobre la roca, presionándome las sienes con las palmas de las manos. 

Y otra vez, como un eco en repetición, se volvieron a escuchar los mismos pasos y volvió a emerger la misma silueta del hombre acercándose.

–Buenos días, señora. Traigo un paquete para usted. ¿Sería tan amable de proporcionarme sus datos?

–¿Tú otra vez? –grité, encarándolo con rechazo–. Te he dicho hace un rato que no somos destinatarias de nada, ¿es que estás sordo o este frío te ha atrofiado las capacidades cognitivas? 

Pero esta vez él ignoró mi presencia y se dirigió directamente a la anciana:

–Señora, sabe que el momento no puede ser postergado. Yo no tengo ni voz ni voto en esto, puesto que sólo soy el intermediario, pero por su bien le aconsejo que lo acepte.

–¡Y lo acepto! –afirmó, acercándose y proporcionándole sus datos, hecho por el cual le lancé una mirada cargada de rabia y frustración.

–¿No me enseñaste en casa a no aceptar regalos de desconocidos? –la empujé con un violento zarandeo.

–¿Por qué siempre tienes que arruinar cualquier ambiente? –respondió, zafándose de mi agarre–. Si estás tan frustrada por no haber visto ni saboreado sangre en una semana, córtate tus propias extremidades y cómetelas. Déjame al menos obtener las cosas que me pertenecen.

–¡Que te pertenecen! Eres una maldita...

Me callé abruptamente y miré a mi alrededor, percatándome de que estaba comenzando una fuerte ventisca. El cartero se había desvanecido; únicamente el paquete reposaba ya casi enterrado a unos metros de nosotras. Ella corrió todo lo rápido que sus arrugados pies le permitieron, y lo desenvolvió con tal desesperación que, por un instante, creí que de verdad había comida allí dentro. Sin embargo, al aproximarme, me extendió una nota de papel que cuidadosamente había extraído de la caja:


«Kit Emergente de Suicidio (minuciosamente seleccionado para La Señorita).

Contenido:

  • Una soga trenzada de fibra reforzada. Tolerancia de carga: 200kg.
  • Un cuchillo de doble hoja con punta de lanza. Tamaño: 40cm.
  • Un frasco de veneno de acción inmediata. Composición química: no disponible. Efecto: inhibe la síntesis de proteínas en las células, causa hemorragias internas, insuficiencia orgánica múltiple y, por ende, la muerte.
  • Una nota informativa (esta misma).

Motivo de entrega:

El sujeto identificado como "Su Señora" nos vendió su inocencia¹, es decir, la de usted, madame. Este kit sólo se envía en casos de emergencia crítica, únicamente cuando la persona carente ya de toda bondad se considera una gran amenaza activa para el entorno. Su ejecución es obligatoria, el método es opcional. Paquete solicitado y aprobado por Su Señora.

¹Entiéndase por inocencia a su entidad íntegra e incorrupta».


–¿Es esto cierto? –reí cínicamente.

–Lo es, claro que lo es, y te voy a explicar los motivos: cuando creciste no balbuceabas palabra alguna, no había un ápice de perspicacia en tu carácter, llorabas por el mínimo estímulo, temblabas cada vez que me escuchabas disparar la escopeta y te daba asco la comida que ponía en tu plato. Me di cuenta entonces de que no era algo puntual en ti, sino que simplemente eras eso: un mero estorbo en el entorno, alguien que jamás iba a espabilar. Siempre me pregunté: "¿por qué esta niña, sangre de mi sangre, no es como yo? ¿por qué no es fuerte, valerosa, independiente, abierta y habladora?" Ahí fue cuando caí en cuenta y pensé que sería más ventajoso sacar partido de tu debilidad y luego, quizá, abandonarte. Verás, ciertas entidades están más interesadas en obtener de las personas su inocencia, su fragilidad y vulnerabilidad, antes que sus almas; tú tenías una exquisitamente potente, así que la ofrecí a cambio de riquezas, territorios, comida abastecedora... pero poco a poco comenzaste a degenerar y a ser la tortura de mis días hasta hacerme enloquecer. Es casi como convivir con un demonio desprovisto de todo bien: frívolo, cínico, sanguinario, visceral... ¿por qué te crees que diseccionas a cualquier animal sin escrúpulos ni remordimientos? No lo haces simplemente por necesidad de sustento, sino para satisfacerte. Disfrutas de ello, te regodeas entre sangre y vísceras. Sé cuánto lo deseas, por eso un día temo amanecer destripada por tu culpa y, para colmo, no puedo deshacerme fácilmente de ti, ya que matarte con mis propias manos sería romper el pacto. Así que, como remedio a la maldita condena a la que me he autosometido, recurrí a la cláusula emergente. Debes eliminarte tú misma o, de lo contrario, lo harán ellos; y eso, querida, será mucho más terrible. No tienes otra opción.

–¡Oh, así que no podías soportarme cuando era frágil y ahora tampoco me puedes soportar siendo despiadada! –vociferé, clavando mis ojos en los suyos–. Aunque, ¿sabes lo que realmente te honra? Que no te hayas deshecho de mí aún, y no porque contengas un ápice de compasión en ese corazón tan corrosivo, sino porque sabes que si el pacto se rompe, te devolverán toda la miseria de tu vida; y esa, querida, es mucho más insoportable que yo. Esa siempre ha sido tu esencia: quebrar, mutilar, corromper y alejar el alma de las personas. Eres patéticamente egoísta y avariciosa, lo supe desde que nací y respiré tu mismo aire. Lo único que ahora te molesta de mí es que mi maldad haya superado a la tuya, que las palabras que al fin nacen de mi boca no sean para alabarte, sino para decirte toda la repulsión que me genera tu carne infecta, porque sabes que mientras yo viva siempre tendrás a alguien que te llame escoria. Tu existencia me es tan irrelevante como la de los gorriones petrificados bajo estos gélidos árboles, por eso y tan sólo por eso mereces que te fulminen todas las cosas que hay en esta caja. 

Con un movimiento rápido me abalancé sobre el kit, agarré el cuchillo e intenté clavárselo en el cuello, pero por mucho que presionara, el filo no penetraba en su carne. 

–Ah, sí... los objetos sólo funcionan contra ti, ese es el pequeño detallito que se me había olvidado mencionar –rió encogiéndose de hombros.

–¡Entonces te estrangularé con mis propias manos!

Pero antes de abalanzarme sobre ella, fue ella quien se abalanzó sobre mí: me inmovilizó boca arriba sobre el suelo helado, sujetando mis muñecas con tanta fuerza que casi me explotan las venas antes de tiempo.

–Escúchame bien, malnacida. Sin mí jamás hubieras sobrevivido tanto tiempo. Yo te di hogar, cubrí todas tus necesidades, desperdicié balas para que pudieras llenar tu sucio estómago, te proporcioné calor cuando tu cuerpo se entumecía, pero al final del día no lograba soportar tu debilidad. No querías aprender a cazar, no tenías instinto de supervivencia, no sabias nada de la vida, ¡no eras nada más que un escombro parasitario e inútil! Y cuando quise despojarte de esa tara, cuando quise hacer de ti, por tu bien, una mejor versión a cambio de beneficios, te convertiste en un aberrante monstruo. Pero por muy descabellada que ahora te creas, sigues siendo un reducto de la nada y hacia ella te has de dirigir.

Un par de contenidas lágrimas de rabia comenzaron a abrasar mis mejillas y, con un susurro casi imperceptible, le dije: 

–En el fondo, sé que tienes razón. No era nada antes y menos soy algo ahora que he perdido todo el tacto con lo delicado. No tengo identidad, no hallo otro propósito mas que el de pasar el día masacrando a todo organismo vivo. Tu compañía me resulta insoportable y ya no siento hacia ti otra cosa que no sea hastío y ganas de paralizar tu viejo corazón. A mí no me ha hecho falta vender nada para darme cuenta de que eres tan obscenamente monstruosa como yo. Ambas estamos cortadas con el mismo cuchillo y lo justo es que mi existencia termine aquí, pero ten presente desde ahora hasta tu último suspiro que esto no lo hago para cumplir con tu pacto, sino para despojar de mí toda la sangre de tu maldito linaje. Siempre he pertenecido a la raíz de algo corrupto. Me enferma y me asquea tener tus genes tanto como saber que eres mi abuela. Considera todo esto como la sucia herencia que me has dejado.

En ese momento abrí el kit, agarré la soga y la até a una rama sólida, la cual emitió un leve crujido al liberar su carga de nieve. Mi abuela levantó mi cuerpo cuidadosamente como cuando era niña y, sintiendo sus lentas caricias en mi cabeza, me ajusté la cuerda al cuello. Una vez así, destapé el frasco de veneno y apuré hasta la última gota. La garganta me ardía y me dieron ganas de vomitar, no por el amargo sabor, sino por sentir el tacto de mi abuela hasta en mis últimos segundos de vida. Mientras ella me iba soltando despacio, yo notaba cómo las fibras de la cuerda iban tensando mis músculos hasta la rigidez. Con el recurso de lo que eran ya mis últimas fuerzas me perforé el abdomen con el cuchillo, profundizando hasta que su filo atravesó el otro extremo de mi cuerpo, el cual quedó inerte, suspendido bajo el silencioso frío glacial. La sangre se derramaba como una cascada sobre la nieve puramente blanca, creando un contraste cromático precioso. Al fin, ella cortó la cuerda con el cuchillo que yo había clavado anteriormente, como un bello presagio, en la corteza del mismo árbol que sostenía mi cuerpo. Mi tierno cadáver cayó sobre la nieve y toda la sangre que de él emanaba se filtraba cada vez más en el suelo, tiñéndolo todo de color rojizo. Entonces ella sacó una pajita, la introdujo sobre el hielo impregnado y comenzó a sorber.

–En efecto, tiene un regusto a limonada de sandía –afirmó relamiéndose.

De súbito, fue su cabeza la que explotó como una sandía presionada con fuerza, dejando todo mi cadáver manchado con sus sesos. Su cuerpo, con la cabeza mutilada, quedó también inerte y congelado frente al mío. Dos jóvenes cazadores con abrigos de piel se acercaron corriendo al terreno. Uno de ellos portaba una radio en su bolsillo, de la cual sonaba la canción «Dark is the night».

 –Tío, ¡le has disparado a una vieja!

 –¡Te juro que pensaba que era un animal devorando a otro...! Además, ¿qué hacía la vieja aquí, en mitad de un temporal como este?

Así estuvieron discutiendo un buen rato, y mi cadáver lamentó no haber presenciado en vida aquella gloriosa, magnífica, poética y bella escena que transcurrió tras mi muerte.