14/04/2025

Parto cerebral.

Desde mis primeros recuerdos conscientes he percibido en los demás una constante actitud de rechazo hacia mí: en clase, en eventos sociales, en el trabajo... esas miradas asqueadas de la gente –cuya procedencia no entendía– venían siempre acompañadas de un completo distanciamiento de mi persona. Todos se alejaban despavoridos, me ofrecían excusas triviales para irse cuanto antes de mi lado, me evitaban, me excluían de actividades, me abordaban con alarmantes preguntas sobre mi salud o sobre por qué era yo de la forma que era. Un día hasta me llegaron a agredir físicamente sin motivo aparente, como si fuera un putrefacto saco en el que desahogar la incómoda rabia estética que producía. Me analizaba exhaustivamente una y otra vez pero, por más que me observara, no encontraba nada extraño en mí. ¿Qué era entonces lo que provocaba en los demás esa reacción repulsiva, nauseabunda y, en ocasiones, carcajeante? La percepción que tenían de mí era como si fuera una rata medieval portando peste o un leproso socialmente condenado. ¡Ay de ellos si tuvieran que haber soportado el grado despreciativo que yo soporté! 

En un momento dado pensé que quizá el problema podría estar más escondido, así que empecé a examinar meticulosamente los recovecos de mi cuerpo hasta detenerme en mi cabeza. Allí estaba la respuesta. Fui ladeando el pelo hasta dar con la piel del cuero cabelludo. Ésta estaba severamente abultada y era de un color rojo granate, casi parecía la tonalidad de un pastel Red Velvet. Dios mío, ¡me asusté tanto que ahora hasta yo me despreciaba! ¿cómo podía tener semejante aberración por cabeza? Aquello lucía como un banquete para zombies. Que la gente huyera de mí había sido (al menos en términos instintivos) completamente lógico, ¡pero qué traidores y cobardes son los que huyen callando, sin siquiera avisarte de tu monstruosidad! 
 
Acudí al médico bastante alarmada y el diagnóstico fue aún más desconcertante: estaba embarazada. "¿Embarazada cómo, doctor?" dije en un estado casi delirante. "Sí, es un embarazo cerebral. Desde que naciste, en tu cerebro se ha estado gestando una forma de vida que darás a luz cuando sea el momento indicado". Entonces el médico comenzó a dictarme una serie de recomendaciones y cuidados prácticos para sobrellevar el proceso y asegurarme un parto sin complicaciones. En ese instante maldije a todos los entes del cielo y del infierno por haberme encomendado ese destino precisamente a mí, que aborrezco toda maternidad y forma de vida.
 
Pasaron años desde aquello y, como aún no había sucedido nada inusual, di por hecho que había abortado lo que sea que fuera esa cosa. Hasta que un día cualquiera, mientras me preparaba un sándwich de queso, un dolor insoportable se apoderó de mi cráneo y sentí cómo mi cerebro se iba expandiendo y estirando en múltiples direcciones, como si quisiera desbordar sus límites físicos. En ese momento recordé las indicaciones médicas y fui al baño, abrí la tapa del inodoro, me arrodillé en el suelo y puse la cabeza en dirección al agua. Sobre la superficie de ésta comenzó a reflejarse una escena: un corro de ángeles vistiendo túnicas blancas y tiaras de flores se agarraban de las manos y comenzaban a danzar en círculos, entonando suaves cánticos:

«Bendita sea la llama virginal 
que germina en el vientre craneal. 
¡Gloria a la que te ha concebido sin carne, 
gloria a la que llora sin sangre!»

Mientras tanto, mi cráneo se expandió progresivamente hasta abrirse en dos. Entre sudores fríos y espasmos, mis desgarradores gritos atravesaban la barrera armónica de aquellas dulces melodías angelicales. Tras unos minutos que se me hicieron eternos, el dolor al fin cesó. Vi que en el agua flotaba ya mi hija: redonda, negra y reluciente como una bola de billar, blasfemando a todo lo vivo por haber venido a vivir. Su nombre era Idea. ¡Acababa de dar a luz una tierna y preciosa Idea! Los ángeles la elevaron cuidadosamente, como si fuera una perla delicadísima. Extendí ambas manos para recibirla y, en cuanto su superficie rozó mi piel, atravesó mi carne y mis huesos como si fuera una esfera metálica al rojo vivo, dejando así dos cavidades terriblemente calcinadas en las palmas de mis manos.